Opinión
Gobernadores regionales: el salto al vacío
Por Sergio Muñoz Riveros
Analista político
Abundan los precandidatos para la elección de gobernadores regionales en octubre del próximo año. Los partidos están entusiasmados con la posibilidad de que la elección les sirva para medir liderazgos presidenciales y proyectar candidatos al Senado. No parece preocuparles que los gobernadores no tendrán poder real. Tampoco la dimensión financiera del asunto ni la falta de normas sobre gestión y responsabilidad fiscal. Ni la probable frustración de las expectativas de la gente.
Los gobernadores no serán las máximas autoridades regionales. Serán una especie de “semigobernadores”, puesto que seguirán existiendo los representantes del Presidente de la República en cada región, ahora con el nombre de delegados presidenciales, naturalmente comprometidos con las pautas del Ejecutivo. Habrá, entonces, dos estructuras de poder (¡dos presupuestos!): por un lado, un consejo presidido por el gobernador e integrado por los consejeros regionales; y por el otro, un órgano encabezado por el delegado presidencial regional e integrado por los delegados presidenciales provinciales y los Seremis.
Según la ley 21.073, promulgada en febrero de 2018, el gobernador gestionará el presupuesto regional y atenderá el ordenamiento territorial, el fomento productivo y el desarrollo social y cultural. Por su parte, el delegado presidencial será responsable del gobierno interior de acuerdo a las instrucciones del Presidente y del ministro del Interior; velará por la paz, el orden público y el resguardo de las personas y los bienes; tendrá la relación con las fuerzas policiales; coordinará y fiscalizará a los servicios públicos que dependan o se relacionen con el Presidente a través de un ministerio; etc. ¿Quién liderará, por ejemplo, la respuesta ante una catástrofe o un atentado terrorista? El delegado presidencial.
El poder bicéfalo no favorecerá la descentralización. Por el contrario, se creará un terreno propicio para la superposición de funciones y los conflictos de poder, lo que perjudicará a las regiones. ¿Cómo se llegó a esto? Legislando para la galería, con sentido electoralista, sin anticipar los efectos corrosivos de un híbrido institucional.
Estamos ante las consecuencias de una reforma impuesta por un regionalismo estrecho de miras. El país no necesita gobernadores que funcionen como coordinadores de las demandas regionales, sin capacidad para resolver los problemas. Chile no ha resuelto dejar de ser un Estado unitario para convertirse en un Estado federal. Si algunos lo quieren, deberían decirlo abiertamente para saber a qué atenernos. Pero no puede haber malentendidos.
Ni el gobierno ni el Congreso pueden esquivar el bulto respecto de la eventual postergación de la elección, que es lo realista. Ello permitiría revisar a fondo las implicancias de una reforma que, por hacer un gesto a las regiones, dejó de ver al país.